Escenas efímeras sobre la Avenida Hidalgo


Agarré la bici. Como muchas veces no sabía qué rumbo tomar, así que la suerte se la dediqué a una chica de vestido que pasó frente a mí. Continué mi andar tomando al instinto como volante. Cuánta melancolía y fascinación cabe en las antiguas calles, en edificios derrumbados y fachadas derruidas. Me interné en la parte no turística del centro histórico, esa que huele a charco de orines bajo el sol, esa que las voces y los gritos de los vendedores ambulantes parecen transformar en grutas ralas de colores, plásticos, maniquíes de cuerpos que no tendremos, y osos de peluche. Seguí andando casi inconsciente. La bici me permite enamorarme de las cosas que olvido. Esta vez no lo encontraba, doblé en una esquina, luego en la otra. Qué buscaba. Me incomodó mi propia desazón. Decidí regresar y esconderme en casa. Regresé casi en línea recta, no quise distracciones. Avenida Hidalgo, Puente de Alvarado, pensaba en todos aquellos cuerpos en descomposición que hicieron inhabitable la ciudad con la conquista. El sol caía sobre mi rostro, todo lo que mis ojos percibían eran brillos, reflejos, un espejismo. Un resplandor dorado llamó mi atención. Bajé la velocidad. Se oyó ese exquisito sonido que produce una lata de cerveza al abrirse. Así deberían escucharse los botones de las blusas y los pantalones. Una trabajadora sexual de cabellos rubios bailaba lentamente al ritmo de la brisa urbana; un hombre viejo y con facha de poeta maldito, le abría una cerveza que presumía ser fría. Ella sonrió maléficamente y la recibió. Los dos brindaron. Juro que no me detuve, pero tuve tiempo de ver ese ritual. Quise regresar y brindar por ellos con mis estúpidos puños vacíos. Pero un imán me traía para acá, me obligó a escribir estas líneas para quitarle el tiempo a alguien. “La belleza de las cosas consiste en que dejen de ser”, decía Kerouac. Esta escena, se fue.

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