Introspecrónica

Acapulco adentro




No es la imagen en sí misma. Es escudriñar en el fondo, pararse en una roca, de esas que todos tenemos dentro. Es posar los recuerdos en una mesa, como viejas fotografías que es necesario ordenar para que la memoria haga lo suyo, sus travesuras. Es recordar aquella voz: “despierta, mira”, y tomado de la mano del sueño, observar esa ansiada imagen del mar apareciendo detrás de las montañas, cómo olvidarlo. Es ese milagro de que tu padre te vea las piernitas debajo de una señora que te tapó con un rebozo para llevarte a su casa, para robarte. Es estar escribiendo mientras pudiste haber sido otra cosa, no esto. Es ese licuado sentimental, agradecido con lo que eres, con lo que hay, con lo que deseas porque se puede. Es esa entramada desaforada que hizo que estuvieras aquí, mirando sobre una roca a tu tatarabuela, bisabuela, abuelo, tía y a tu madre que te mira desde una vieja fotografía, y te recuerda que escribes porque estás vivo, y que las palabras son tan necesarias como el aire que respiras, y que en algún rincón del corazón, existe siempre un Acapulco.

La grieta


- Tú también has lastimado como a ti te lo hicieron –

Me desperté tarde, por lo cual cancelé un compromiso que unas horas antes había hecho. La resaca esta vez había sido benevolente. Después de tomar el obligatorio baño para desprenderme de recuerdos vehementes y etílicos de la noche anterior, decidí buscar un árbol que sembré en compañía de unos conocidos en Chapultepec tres años atrás. La historia de ese árbol es un tanto triste, por ello la suprimo en este escrito. Tomé una bici en Reforma y me dirigí a ese pulmón urbano. Caminé, pensé, medité y volví a caminar; entonces me di cuenta de que encontrar aquel árbol era una tarea titánica en un bosque más grande que el terreno baldío en donde mi niñez encontró refugio muchos años atrás.
A pesar de lo infructuoso de aquella tarea, continué caminando. Todo fue un pretexto para distraer a mi exigente soledad. Como aquella que obligó a tomar esa terrible decisión a… El árbol tenía que estar por ahí. Me alegró ver a tantas parejas besándose en el parque. Quizá uno de aquellos árboles que les servían de almohada era el que yo estaba buscando, quizá. Después de algunas horas de caminata y meditación renuncié a aquella tarea y como por obra de la patafísica, recibí una llamada. Él también se sentía sólo y quería tomarse unas cervezas, como yo. Acordamos vernos en el Parque México para escuchar a unos grupos de música que nos interesaban. Caminé hacia allá, acompañado de un pensamiento constante, y un tanto indescifrable en aquel momento. Mi mirada era un espectro, un reflejo de la peor de las soledades. Casi al salir del Bosque de Chapultepec, noté en el piso una grieta que ignoro dónde comienza y dónde termina, simplemente yo estaba en ese camino infinitamente intermedio y desquebrajado. Tomé una foto sabiendo que esa imagen tenía un secreto que pronto descubriría. Y fue así.
Nos vimos en el Parque México y decidimos tomarnos unas cervezas para hacer menos tensa la espera del grupo que hemos seguido la pista desde hace un par de años. La tarde falleció con los tragos y el grupo tocó. No lo vimos es verdad, no nos importó tanto, después los escucharemos en otra parte. Mientras tanto comimos y ya envueltos en confesiones y “netas”, recuerdo que tenía puesto un maldito traje de mártir, del cual ahora me avergüenzo y le dije: “… no sabes cómo me hirió…” Pensaba en un fantasma que yo mismo creé. Él habló de otra persona, mientras lo hacía, sentí claramente cómo algo dentro de mí se quebraba y formaba una grieta invisible e inconmensurable ¿dónde estás? Mi piel disfrazó aquella catástrofe sentimental. La grieta me comió, me llevó a sus entrañas…

- Tú también has lastimado como a ti te lo hicieron –





Perfume Patafísico

"La patafísica se basa en el principio de la unidad de los opuestos, y se vuelve un medio de descripción de un universo complementario, constituido de excepciones. En el universo de Alfred Jarry todo es anormalidad, donde la regla es la excepción de la excepción. La regla es lo extraordinario, y eso explica y justifica la existencia de la anormalidad.” 
Wikipedia



A pesar de haber dormido tan sólo un par de horas y de que el día se encontraba en plena lluvia, desperté contento. Intenté levantarme, sin embargo su calor me obligó a quedarme junto a ella. Pasaron las horas; el color rosa debajo de las sábanas era un cielo de otro planeta. Fuimos dos diminutos cuerpos en un universo cálido y suave. La tarde fue derritiéndose lentamente detrás de las ventanas. Sabiendo que ese paraíso onírico tenía que terminar, solté la frase: “tengo que partir”. En cuanto me levanté, una canción comenzó a sonar en mi mente: “… perfume de gardenias tiene tu boca, perfume de gardenias, perfume…”. Ese estribillo no se apartó de mí en la despedida, no se apartó de mí en la caminata al metro, no se apartó de mí… Mientras caminaba debajo de una apacible llovizna, miré al frente y observé un muro pintado cuya tipografía anunciaba: “Perfume de gardenia”. Sonreí convencido de que la patafísica está intrínseca en una ciudad caótica y paradójicamente bella, en fin, surreal. Un día atrás, la soledad me arrastraba por las calles, ahora me tocaba a mí arrastrarla a ella.




Crónica de un accidente en la Avenida Insurgentes Centro


La fotografía fue tomada un minuto antes de que ocurriera esta trágica historia. La ubicación es en la avenida Insurgentes esquina con Thomas Alva Edison, a la altura de las colonias Tabacalera y San Rafael. La exactitud del lugar es imprescindible porque para un hecho de tales magnitudes es menester hacer un mapeo a nivel urbano y dentro del campo de la estadística, sacar una media de cuántas veces ocurre en la ciudad un accidente de este tipo.

Eran alrededor de las cuatro y media de la tarde del domingo pasado. Había salido del Museo Universitario del Chopo y meditaba acerca de la exposición del artista Daniel Alcalá titulada “Hotel Garage”. De todas las exposiciones que albergaba, la anterior me robó la atención porque no tan solo abarcaba las artes visuales, sino también el campo del urbanismo y la antropología social, todo esto desde una perspectiva histórica. El artista evidenció los diferentes usos que se le han dado a los hoteles de esta zona (Buenavista y anexas) desde su surgimiento, para dar alojamiento a los viajeros que llegaban de la estación de trenes de Buenavista; hasta su uso actual dentro de los cuales pesa más el del trabajo sexual. Muy interesante a mi parecer, además de que tengo una conexión sentimental con esta zona. 

Acababa de pasar la calle Enrique González Martínez y caminaba por la espaciosa banqueta de la avenida Rivera de San Cosme, esperando el momento idóneo para cruzar al otro lado. Un pequeño y sutil sonido me hizo poner atención a los autos. Se escuchaba como un constante golpeteo de aire hasta que de pronto se dejó de escuchar, entonces lo vi. Salió volando torpemente del interior de un auto, cuyo camino en ningún momento se vio perturbado, alejándose rápidamente hacia el Circuito Interior. Desde que salió del auto, parecía un animalito doméstico enfrentándose sin entrenamiento a la jungla. Sus movimientos vacilaban en medio de la avenida, fue un milagro que ningún auto lo golpeara en ese momento. Pude ver a algunos testigos señalarlo. Los niños gritaban entre emocionados y con miedo. En medio de tanta tensión, emprendió su tortuoso camino, debatiéndose entre el aire y el piso asfáltico de la avenida Insurgentes. En cuanto pude, crucé rápidamente San Cosme y lo seguí. La gente me miraba extrañada mientras yo corría intentado alcanzarlo. Recuerdo que creí hacerlo hasta que una manada furiosa de automóviles lo embistió. Parecía que los violentos golpes durarían una eternidad, hasta que por milagro el semáforo próximo abrió sus ojos rojos y detuvo el aporreo. Lo alcancé. Tomé esta foto queriendo denunciar aquel terrible suceso, sin embargo ahora me lamento. Inmediatamente después de haberla tomado, la señal vehicular se puso en verde, y sucedió lo inevitable, el globo azul se reventó entre los innumerables golpes de los autos.



Crepúsculos sangrientos. Ixtapaluca-Metro Boulevard Puerto Aéreo


Siempre intento guardar en la zona más fértil de mi memoria, ciertos lugares o momentos que mi instinto reclama. Lo hago por la tonta e infantil idea de que en el futuro, cuando me encuentre de vuelta en ese lugar o cuando recuerde algún pensamiento, pueda ver a esa personita del instinto inquieto y me sonría a mí mismo.


Regresaba de Puebla, tomé una combi en Ixtapaluca y dejé a mi cansancio observando el camino. Los rostros que me acompañaban, también se mostraban cansados, aún así miraban fijamente su celular, mandaban mensajes y estoy seguro de que todos ellos escribieron en algún momento “ahorita llego”.

La combi se incorporó a la autopista México-Puebla, y fui testigo de una de las visiones más contradictorias que pueda haber en la ciudad. Una imagen que hace quinientos años pudo haber sido idílica. El sol caía sobre el poniente, se despedía con ese color intenso y contagioso que convierte a todas las cosas en oro. Los puentes peatonales eclipsaban las imágenes, las ventanas tenían un brillo que la propia luna envidiaría.

Un sentimiento de desazón se aferró a mí ¿es absurdo asombrarse de esto? ¿a esto le llaman poesía o sólo es una sensación cursi de un egoísta sentimental? Recordé algo, la urgencia de llegar a casa me palpitaba en la sangre. Intenté respirar lento, pensar en otras cosas, pero no, el recuerdo persistía.

Me bajé de la combi en la estación del metro Boulevard Puerto Aéreo. Corrí no sé a dónde y no encontré la entrada. Regresé, pregunté por la entrada al metro y me volví a perder. Todo era un laberinto de puestos ambulantes, que a Luis Buñuel o André Bretón le hubiera encantado. Volví a preguntar, volví a regresar. Mi consuelo se hallaba detrás de un puesto. ¡Quién iba a saber eso! Sonreí, la verdad.

Pero el recuerdo persistía. Intenté leer aquel libro de “Mitos y fantasías de la clase media en México” que guardo en la mochila, mientras tanto mi sangre galopaba. Me bajé en Balderas y corrí a la estación de Ecobici. Llegué a casa y subí las escaleras con la desesperación de un alpinista próximo a la cima. Abrí la puerta y me dirigí a aquel recuerdo. Se hallaba en un viejo cuaderno, era una pequeña frase de un poema que escribí en 2004:

“Cuando las sombras se desvanecen como una onda en el agua,
Miro a través de la ventana y me engullen crepúsculos sangrientos…”
Inmediatamente después de leer aquella frase, compré una cerveza y me dispuse a curarme las heridas. Sonrío.

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