Fotografía intervenida por el autor de este texto. Fotografía original de Frank Fournier, ganadora del Word Press Photo en 1986. La intervención se realizó para disminuir la crudeza que pueda derivar del presente relato.
El
artista José Jimenez Ortiz fue uno de los doce artistas que participó en el 1er
Salón de Arte y Ciudad, evento que se realizó del 8 al 22 de febrero de 2019 en
la Galería Los 14, en la colonia San Rafael, CDMX. Hablaré solo de una
proyección de su autoría, la cual motivó el presente escrito. Era una
proyección en blanco y negro, en donde el autor exploró las ruinas que dejó la
erupción del volcán Nevado del Ruiz, en el Departamento de Tolima, Colombia,
sepultando a una población casi en su totalidad, tragedia en la que murieron más
de 20,000 personas. La proyección la formó una serie de videos en fijo, en
donde el autor permite al espectador escuchar los sonidos y movimientos de una flora
y fauna que renació en aquella “Pompeya” moderna. Lo que se ve y escucha en
ellos, contrasta con lo que ocurrió aquel 13 de noviembre de 1985 en Armero,
nombre de aquella población arrasada por el lahar. Ese contraste permite
vislumbrar que ante un mal, por catastrófico que sea, es posible que haya una
recuperación, ya sea ecológica, social o moral. Al menos esa fue mi percepción personal,
tan personal como la experiencia descrita en estas palabras.
El tema
me interesó porque dos meses antes de aquella tragedia, otra había golpeado a
la ciudad de México: el sismo del 19 de septiembre de 1985. Me propuse
investigar un poco sobre lo ocurrido en Armero y así lo hice el domingo 25 de
febrero de 2019. Me encontraba sumergido en una resaca que se negaba a olvidar
la noche anterior. Mi soledad era un territorio yermo, y la tarde caía en mi
noche interior. Lentamente comencé a adentrarme en las lecturas sobre aquel fúnebre
episodio colombiano…
Casi un
año antes, en agosto de 1984, vulcanólogos ya habían advertido a las
autoridades una alta posibilidad de que el Nevado del Ruiz tuviera una
erupción. Los pobladores tuvieron varias reuniones en donde reflejaron su
justificada preocupación; sin embargo, las autoridades hicieron caso omiso.
Algunos sobrevivientes relatan que los ríos y arroyos bajaban de la montaña cada
vez más sucios. Se experimentó varias veces lluvia de cenizas, como aquella que
cayó intensamente el 13 de noviembre desde las 3 de la tarde. Para las siete la
cruz roja local recomendó la evacuación, pero para las 9:30 de la noche el
volcán hizo erupción, derritiendo parte del hielo que lo corona. A las 11:30,
mientras gran parte de la población dormía o se disponía a dormir, un lahar
arrasó a armero, enterrando y destruyendo a la gran mayoría de las viviendas y
otros edificios. La incomunicación duró toda la madrugada, hasta que a las 5:30,
el piloto de un avión de fumigación sobrevoló la zona en lo que sería un día de
trabajo habitual. Rápidamente se comunicó con los noticieros de la radio
nacionales: “¡Armero quedó borrado del mapa!”, la voz de Fernando Rivera,
piloto aviador, anunció a todo un país sobre esta tragedia. Como ocurre en
estos casos, el estado es incapaz de reaccionar inmediatamente, mas no la
población. Cientos de rescatistas llegaron a la zona, la cual fue difícil en
extremo acceder, porque los lahares arrasaron con las carreteras y puentes
alrededor de este lugar. En los videos se puede vislumbrar la dificultad que
resultaba al caminar entre el fango y el espeso barro.
Mientras
un grupo de rescatistas recorría la zona devastada, un ligero movimiento entre el
fango y los escombros llamó su atención. Al acercarse, con gran sorpresa vieron
que era una niña. La totalidad de su cuerpo se hallaba enterrado en el fango,
mientras que se sujetaba con toda la fuerza del universo a un palo atravesado
para no hundirse más. Llevaba varias horas así. Los fotoperiodistas llegaron y
comenzaron a retratar la peor de las agonías que un ser humano puede sufrir. Su
nombre era Omayra Sánchez. Existe un video en el que se le puede ver con lucidez
sobrehumana diciendo: “Yo vivo porque tengo qué vivir, y apenas tengo trece
años, para morir no puedo, no es justo…”. Las horas pasaron y los rescatistas
hacían todo lo posible para salvarla. Así se dieron cuenta que ella había
quedado prensada entre los escombros, y más abajo pudieron sentir el brazo de
su tía, que había fallecido abrazándola. Omayra hablaba con los rescatistas y
los fotógrafos, su fuerza interior sirvió de inspiración para muchas personas: “Cuando
salga, me tomen una [foto] con la cámara, que salga yo triunfante”. El tiempo
se agotaba, el rostro de Omayra comenzó a transformarse, sus ojos comenzaron a
oscurecerse por el cansancio y la agonía. Los rescatistas vieron que la
amputación era imposible al encontrarse debajo del fango y que el agua podía
subir de nivel. Omayra se despedía: “Mami, te quiere mucho mi papi, mi hermano
y yo. Adiós Madre.” Después de 72 horas luchando por sobrevivir, Omayra muere
de un paro cardiaco. Su madre, que se encontraba en Bogotá en aquel momento
ganándose la vida, sufría el peor dolor de su vida.
Mientras
escribo esto, las lágrimas me brotan pensando en ello.
Omayra
Por setenta y dos horas
En tus ojos habitó el
universo
¿qué fuerza humana consigue
hacerlo?
Tus palabras fueron otras
aguas
Límpidas
Transparentes
Saliste del fango volando
suavemente
Ángel triunfante
En un mundo de omisiones
Y lucha de clases
Esparzo esta memoria
como diente de león al
viento
Niña eterna santa de
Armero.
El acto
de recordar, de recurrir a la memoria social e histórica es también un acto de
empatía, un ejercicio de sentido común que nos lleva a cuestionar nuestro
presente, cuestionar nuestro lugar en el mundo y a la historia misma. Esa
resaca en la que me encontraba al estudiar esto, de pronto se borró, sólo me
quedó el deseo de que una tragedia así no vuelva a ocurrir, de que los
desastres naturales no son tan naturales, sino más bien desastres sociales, en
un mundo en el que los gobernantes no representan a sus gobernados, y por lo
tanto no se preocupan por su seguridad, ni siquiera la mínima, en Colombia,
México y en todo el mundo.
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