En el sismo del 19 de septiembre de 1985,
yo tenía seis años. Acababa de salir de bañarme cuando la casa empezó a moverse;
mi madre me gritaba desde el otro lado del pasillo, debajo de una puerta, y
cubriendo a mi hermana menor, me decía: “¡vente para acá, con nosotras!”, y yo,
completamente sorprendido, mas no asustado le respondía: “¡los truenos, los
truenos!”. No sabía qué era un temblor, ni siquiera conocía el concepto. La
casa no tuvo mayores desperfectos, más que unas pequeñas grietas que se
formaron en las paredes. Días después, recuerdo que pasamos por el centro de la
ciudad y mis padres sorprendidos decían en cada momento: “¡mira, ahí estaba tal
cosa, ahí tal otra…!”. Fue ya mayor, cuando entendí las ausencias y los
recuerdos que dejó ese sismo. Recuerdo que alguna vez cuando buscaba
departamento para rentar, me metí a un edificio inclinado en demasía, allá por
la Avenida Chapultepec; su gran inclinación me dio vértigo y por supuesto que
no me quedé ahí. Curiosamente, el departamento que decidí rentar, también tenía
una ligera inclinación, ocasionada por el edificio de junto, allá en la colonia
Buenavista, junto a la Guerrero.
Durante mis múltiples caminatas por las
calles de la ciudad, empecé a comprender los estragos de aquel temblor. Miraba
estacionamientos y ya deducía que habían sido edificios que colapsaron aquella
mañana de septiembre. Sin embargo, también observé grietas que quedaron como
una cicatriz urbana, como un recuerdo de la tragedia en la piel de la ciudad.
El edificio en el que ahora vivo, tiene una grieta en un cuarto de servicio,
ocasionada por ese sismo, y aprendí a vivir con ella, a tener memoria a través
de ella.
Las grietas al igual que las cicatrices,
pueden llegar a formar parte o característica principal del rostro de la
ciudad, como aquella marca que le ha dado identidad al rostro del actor Roberto
Sosa. En nuestros propios cuerpos cargamos cicatrices, recuerdos; aquella marca
de una vacuna en el brazo, o la de una hernia operada en el vientre, quizá la que
provocó el quitar un tatuaje en la espalda. Algunas cicatrices son borradas con
cremas especiales, otras se niegan a desaparecer y nos resignamos a vivir con
ellas. Esas marcas hablan de un dolor que hubo, pero también de que puede ser
superado, y en efecto, su manifestación conlleva un recuerdo. Qué sucedería si
el cuerpo no tuviera marcas que nos recordaran del peligro de un cuchillo o del
fuego; quizá lo olvidaríamos y por lo mismo sería más recurrente estar en
peligro.
Tras este último sismo de septiembre de
2017, cuya oscura coincidencia nos volvió a advertir del peligro latente de los
temblores, camino la ciudad y busco las cicatrices, las observo y me duelo con
mi ciudad; pero también diviso una resiliencia de grandes proporciones. Una
grieta es la representación de la memoria urbana y paradójicamente, en su
interior no sólo habita el recuerdo, sino también atisbos del futuro. Las
nuevas generaciones verán a través de ellas, y se transportarán en el tiempo,
verán el pasado de la ciudad, pero también el redescubrimiento de la
autogestión y la importancia de la organización independiente al Estado, que ha demostrado no estar a la altura de sus ciudadanos.
Si bien, algunas grietas serán borradas,
otras se convertirán en bocas, a través de las cuales la ciudad nos hablará y
nos contará su propia historia.
Texto y fotografías por Israel Meneses Vélez.
Cicatrices de miedo, mucho miedo.
ResponderEliminarPoco a poco iremos resanando la confianza de caminar o conducir en la ciudad, pero las cicatrices quedarán ahí, como una piel maquillada, con un daño irreparable.
Nunca volveremos a ser los mismos, aun a pesar que muchos no perdimos casi nada.
Así es Abel, no volveremos a ser los mismos. Muchas gracias por leerme y por tu comentario, saludos.
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