La ciudad respira, tiene un
ritmo constante que suele ser transformado al pasar de los años, se adapta a
nuevas circunstancias, se niega a sucumbir. Una ciudad sin ritmo es un parque
temático, una maqueta a escala urbana. Es decir, lo que le da ritmo son las
personas que la habitan, esas que en su vida cotidiana, en su movimiento continuo
la alimentan, le brindan el combustible necesario para su funcionamiento.
Para Siegfried Kracauer, son los
actos aparentemente más diminutos de las personas los que mejor hablan de los
procesos históricos:
“El lugar que una época
ocupa en el proceso histórico puede determinarse más acertadamente a partir del
análisis de sus expresiones superficiales insignificantes que a partir de los
juicios que la época realiza sobre sí misma […] En virtud de su carácter
inconsciente, aquellas proporcionan un acceso inmediato al contenido
fundamental de lo existente."[i]
Las expresiones y los
comportamientos de las personas en las ciudades habla de muchas cosas: de sus
carencias, sus expectativas, sus necesidades. Si se toma en consideración el
ritmo que tiene cada ciudad y en particular la Ciudad de México, por ejemplo:
la mañana y el caos que se hace en las zonas escolares, el caos en el metro por
la cantidad de personas que entran a las escuelas y los trabajos; después de
eso hay un pequeño descanso, la ciudad exhala; llega el medio día, las
tortillerías comienzan a registrar filas de compradores; las dos de la tarde,
las fonditas se llenan de comensales oficinistas, los Fast Food trabajan al
doble… y así, la vida cotidiana muestra su continuo respirar, sus momentos de
calma y los contrarios.
La noche no es la excepción
porque la ciudad no duerme. Ya sea un domingo o un miércoles, la ciudad aspira
a los desdichados por igual. Se dice que quien busca, encuentra; sin embargo a
veces creo que es la ciudad la que nos encuentra.
Hay sobre la Avenida Bucareli, entre
Atenas y Morelos, un territorio que da cabida a los desdichados, esos que
llegaron a buscar trabajo a la ciudad y en el mejor de los casos encontraron
uno temporal, pero no un lugar inmediato para pernoctar. De esos territorios
que buscan los que no quieren que termine la noche y sus estimulaciones.
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
Entramos a uno que apenas
informaba que era un restaurante bar. La atención fue inmediata, no tuvimos que
llamar a nadie. Una mesera nos preguntó que cuántas queríamos, le pedimos dos.
Más tardamos en acomodar nuestras cosas que en ver dos “caguamas” bien frías en
la mesa junto unos vasos de vidrio.
Una rocola junto a un
refrigerador nos invitaba a poner música, y no sólo eso, también contaba con un
micrófono para el karaoke. Yo me quedé en mi mesa, por lo general lo del
karaoke lo dejo para cuando me encuentro más “desinhibido”.
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
A pesar de que el lugar se
encontraba casi vacío, había gente que entraba, se tomaba un par de cervezas y
después se salía como a retar a la ciudad. Recordé una frase de Los Ex - hombres,
novela de Gorki que dice: “La pesada puerta de la taberna en que me hallaba
sentado ante Orlof se abría a cada instante, y al hacerlo, exhalaba pequeños
gritos que se hubieran llamado voluptuosos. Y en el interior de la taberna
evocaba la visión de una inmensa boca que, lentamente pero de un modo cierto,
íbase tragando a los desgraciados.”
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
Las horas pasaron y me paré a
cantar. En realidad lo disfruto mucho. De pronto una mesera que también lo disfruta,
me dedicó una canción. Son múltiples las fisuras de la desdicha, cuando menos
se piensa, uno ya está del otro lado.
Pero el tiempo es implacable. Cada
uno de los feligreses de este extraño lugar comenzaron a quedarse dormidos.
Llegué a pensar que en realidad a eso iban, a distraer a la miseria, a la
lluvia de afuera.
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
Eran como las cinco y media de
la mañana cuando decidimos salir y explorar la zona. Nos dirigimos a la calle
Artículo 123, que a esa hora, es la que mayor movimiento tiene, debido a que es
ahí donde los voceadores se reparten los periódicos que acaban de salir de las
imprentas. Si bien, unas horas antes esta calle luce una aparente tranquilidad
aterradora, a esta hora se convierte en un pequeño pueblo donde todos se
conocen y se saludan. La atmósfera se torna amable y los aromas comienzan a
seducir al hambre matutina.
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
El día comenzaba a clarear. La
gente desayunaba dispuesta a enfrentarse con la barriga llena al día. Decidimos
meternos a tomar la última cerveza a un lugar llamado “La chelería de Barrio”,
que al contrario de todos los lugares que han adoptado el rótulo “De Barrio”,
ésta es verdadera. Eran las siete de la mañana. El lugar estaba abierto,
recientemente limpiado: la loseta de los pisos brillaba y el acomodo de las
sillas era casi perfecto, nadie se había sentado. Pedimos una “caguama” y nos
dirigimos a una sala que se encontraba al fondo. Pensamos que quizá ahí habría gente.
Cuando cruzamos el umbral, nos dimos cuenta de que sólo había una persona
ocupando una mesa. Al mirar su rostro, lo reconocimos, el señor había estado
unas horas antes en el mismo lugar donde nosotros nos encontrábamos. Lo
saludamos con cierto gusto y familiaridad. Platicamos con él alrededor de hora
y media. Había sido futbolista y juraba haber sido mejor que Hugo Sánchez. Se
vio obligado a retirarse tempranamente de ese deporte por una lesión en la
pierna. Ahora era taxista, y conocía casi todos los rincones de la ciudad. Las
horas hicieron estragos en nosotros, y nuestros rostros comenzaron a mostrar
sus verdades. Nos despedimos de aquel personaje y salimos de nuevo a la calle.
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
De nuevo en Bucareli. Nos despedimos.
Crucé caminando Reforma y me dirigí a la antigua calle de las Artes pensando en
el respirar de mi ciudad, en la paradójica idea de que esos lugares que
visitamos son un pulmón necesario e incomprendido.
Fotografía: Israel Meneses Vélez.
[i]
Cfr. Buchenhorst, Ralph y Vedda, Miguel (Comp.), Observaciones urbanas: Walter Benjamin y las nuevas ciudades,
Editorial Gorla, Buenos Aires, 2008, p. 86.
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