Imagen: Sin título, de la serie "Distópolis". Autor Israel Meneses Vélez.
La
noche se desgastaba con las horas húmedas por el alcohol y por una charla que
prometía morir en cualquier momento. Así sucedió, la mayoría de los invitados
se acostaron en las recámaras desocupadas. Fuimos tres los sobrevivientes que
trago a trago absorbieron sus nostalgias mudas y secretas. Lo demás fue el
monótono bla-bla-bla que se confundía con la música, el humo de los cigarros y otros
tragos más. Mi mente se encontraba unas horas atrás, cuando llegamos a la casa.
De entre las cosas que yo cargaba, un ramo de rosas que alguno de mis amigos
compró a nuestras compañeras, me humedecía
las manos. En la esquina de Orozco y Berra y Buenavista, siluetas de meretrices
se movían en la oscuridad bajo el ritmo de la concupiscencia. Al acercarnos fue
natural el impulso de dirigirme a ellas y ofrecerles una flor. Me miraron
sorprendidas, un pequeño destello de inocencia asaltó la mirada de quien estiró
primero la mano; las demás, se alejaron un poco, sólo estábamos ella y yo. Le
pregunté su nombre, me dijo Todas. Le deseé suerte para esa noche y me despedí estrechando
su mano. Al alejarme, un grito rompió la suavidad del murmullo nocturno:
“¡ahora te quiero más!”, me reí del piropo y llegué a la esquina contraria, en
donde me esperaban los amigos. Ese momento se había quedado en mi mente, había
sorteado las horas, la charla, la música. Una que otra pregunta dirigida hacia
mí, me devolvía a un presente deformado por los excesos. De pronto, todo fue un
vertiginoso ir y venir en el tiempo; extenuado por la ansiedad, cambié la
plática con un repentino “me gustó haber ofrecido esa flor”. Mis amigos se
quedaron sorprendidos por un momento, y después de compartir tibiamente la
emoción conmigo, se abrió paso a una atmósfera dionisiaca. No recuerdo si la
música paró, o si alguien bajó el volumen, pero aquella frase: “¡vamos a
ofrecerles flores a las prostitutas!”, devoró al silencio. Contagiados por el
mismo sentir, salimos cargando las flores como si estuvieran escurriendo deseos
aún no cumplidos.
En la primera esquina esperaba una chica
que todavía llevaba consigo a su pasado, a aquel hombre que alguna vez fue, su
gran estatura y su gruesa voz así lo confirmaron. Cuando le ofrecimos la flor, tardó
en reaccionar; su rostro completamente perturbado nos demostró lo frágil que
suele ser la cotidianidad. Seguimos caminando, doblamos a la derecha por Puente
de Alvarado hasta que encontramos a un grupo numeroso de meretrices que nos
rodearon al vernos juntos y jóvenes. Antes de que nuestro cometido se
confundiera con una noche de lujuria, sacamos varias flores y las repartimos
como si fueran pan caliente. Después de las risas, los abrazos y las bromas,
continuamos nuestro camino como misioneros noctívagos en un abismo. La mejor
forma para no perderse en la ciudad es caminar sin tener un lugar a dónde
llegar. Nuestro mapa eran las sombras a lo lejos, nuestro móvil las flores. En
cada esquina una flor fue sembrada en manos vacías, o en algunos casos, manos
que cargaban la desolación encarnada en una estopa humedecida en thiner. A
pesar de todo, las sonrisas iluminaron intermitentemente las oscuras calles de
mi ciudad. En otras circunstancias aquellas calles parecían la boca de la
perdición, pocas personas las cruzan y peor aún en las madrugadas; en otras
circunstancias somos otros, pero esta vez fuimos lo otro, el abono que cada
noche alimenta las raíces de una ciudad fantasma, desvelada mi ciudad. Las
flores se fueron agotando así como la oscuridad que lentamente comenzó a despintarse.
Detrás de nosotros las calles parecían haber cambiado de piel, el pavimento se
cubrió de pétalos y la resaca comenzó a florecer en nosotros, recordando que en
cualquier momento seríamos los mismos. Al llegar a mi casa nos despedimos,
ellos se fueron a las suyas, pero cada uno sabía que en nuestras propias
almohadas nos esperaba una flor impacientemente.
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