Rosa glucoso

Más de un mes del sismo y la ciudad aparenta recuperarse. Un taxista y un barman me decían lo mismo: “la ciudad estuvo triste, apenas está saliendo la gente”. Todavía es común que haya personas que continúan escuchando la alarma sísmica y otras que sienten a cada instante que tiembla, por lo que no dejan de mirar lámparas, semáforos y otras cosas que indican que la tierra se mueve.

Un trauma a escala urbana requiere tratamientos de la misma magnitud.

Llegó el día de muertos, y más allá de los tópicos de una cultura que honra a la muerte y que festeja en torno a ella; se hacen evidentes algunas cosas. Una de ellas es el uso del espacio urbano, eso que si ningún criterio se le ha denominado como “espacio público”. Una sociedad que no hace uso de esos espacios, evidencia conformidad y enajenación, a fin de cuentas una vulnerabilidad brutal de ser engañada a costa de su propia ignorancia doméstica. La calle es una escuela, a través de ella se aprende a hablar, a interactuar entre personas y animales, a sobrevivir y también, a vivir.

Durante el sismo, la gente salió a las calles, hizo suya la ciudad; pero el desgaste, la cotidianidad “productiva” y el estrés postraumático, hicieron mella en la vida de los habitantes de la ciudad. Sin embargo, y he aquí lo interesante, la ciudad resiste, tiene su propia cura. Basta un pretexto para salir de nuevo a la calle, para recordar que ella es la medicina de sus propios males. Y así ocurrió el último fin de semana de octubre. Los creyentes de San Judas, los urgidos de disfraces para el día de muertos y los curiosos, recuperaron las calles, salieron de sus temporales escondites para demostrar que la ciudad no se rinde porque un rayo caiga dos veces en ella.


“No me doy abasto” me decía un vendedor de algodón de azúcar, mientras giraba el palillo de madera con el que hacía sus paletas. Mientras tanto, el aire soplaba y repartía algodón a los paseantes, generando una coreografía urbana en el que el viento y los brincos de las personas queriendo alcanzar los hilos azucarados, hacían el mejor de los espectáculos gratuitos. No sólo los niños se emocionaban al tomar las pequeñas nubes glucosas en sus manos, los adultos también lo hacían, totalmente liberados de los prejuicios que la cotidianidad impone. Y así, la alegría apareció de entre las grietas, los algodones de azúcar decoraron de rosa el paseo de La Reforma, mientras que del otro lado de la torre del caballito, los rostros paradójicos de San Judas, lo hacían con su vernácula extravagancia. Ese día, una parte de la ciudad no se dio abasto. Así lo recuerdo, así lo registré.








Fotografías y texto por Israel Meneses Vélez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario