Descubrimiento en la Lagunilla.


Ya era muy tarde como para estar ahí. La policía acababa de entrar a la colonia. Tal y como es costumbre, una cadena de hombres armados y protegidos con escudos y esos trajes que recuerdan a RoboCop, empezó a caminar y amedrentar a los jóvenes que aún se encontraban ahí. Desde lejos los miramos. Estábamos en la banqueta junto a una montaña recién formada de basura que los visitantes y los tianguistas dejan los domingos. La noche transpiraba melancolía. Decidimos partir, el miedo de estar en un barrio que no era nuestro, barrio además conocido por lo bravo de su gente nos impuso un ralo respeto. Nos levantamos. Yo quería algo más, no recuerdo si fue por el pretexto de comprar un cigarro, o quizá otra cosa, me dirigí hacia una puerta que se encontraba abierta. Al acercarme, noté que detrás de ella existía un pequeño paraíso de luces parpadeantes, antiguos acetatos colgados en los muros y otras reliquias. Pregunté por eso que no recuerdo a un hombre maduro, cuyo parecido a Daniel Jonhston me asombró. Aquella pregunta fue tan inverosímil como la respuesta: “¿vas a querer cerveza?”. No me negué, hay momentos en los que siempre quiero. Inmediatamente puso música High-Energy y el lugar pareció haberse inundado de luciérnagas. Miré a mis espaldas y dos chicas, las cuales todavía recuerdo, entraron a aquella habitación bailando con tal sensualidad, que mi rostro dibujó la más estúpida de sus sonrisas. El dueño del lugar también les ofreció cerveza, y ellas también aceptaron. Fue toda una locura cuando aquel tipo llegó bailando amaneradamente con las cervezas en lo alto. Tenía una extraña apariencia de pensador griego, aún cuando le hacía falta su guirnalda. Su rostro irradiaba belleza, esa belleza que los abuelos irradian cuando se les visita. Seguimos bailando al mismo tiempo que conocíamos aquel lugar. Los arquitectos son incapaces de saber que en una habitación de 30 metros cuadrados puede caber toda la magia del mundo. Los arquitectos son pendejos. Con cada canción, la habitación mutaba, quizá por las luces que parpadeaban al ritmo de la música, por la sonrisa de aquel hombre o el baile de las chicas. Me detuve un momento. Mis ojos se dirigieron a la puerta. Una de ellas se movía voluptuosamente debajo del umbral. En ese momento su cuerpo mutó al de una diosa en las puertas del infierno. Me dirigí a ella poseído y le dije: “En este momento has adormecido a todas las huestes de la melancolía, quisiera fotografiarte pero no traigo cámara.”. “¡Uy qué mal!”, me dijo. Inmediatamente contesté: “no importa, te haré un poema”. Sonrió asombrada y me dio un abrazo ante la sorpresa de su novio, quien se hallaba atado a la ebria y amistosa plática de mi acompañante. Después de un rato nos fuimos en silencio, con la extraña sensación de haber conocido el interior del corazón de un hombre. Reí, como arquitecto, no sé de lo que hablo.



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