Tierra fértil, clima y otras cosas.


Así surgen los milagros. Es una conjunción de elementos propicios: tierra fértil, clima y otras cosas. La historia es cada vez más conocida, más contada cuando llegan los meses de marzo y abril; más reproducida cuando el intersticio entre el suelo y el cielo de la ciudad de México se tiñe de colores violáceos.



Los gobiernos posrevolucionarios a partir de Álvaro Obregón, se encargaron de moldear no sólo al incipiente Estado, sino también la idea del “mexicano”: el ciudadano mestizo y moderno a la vez. La ciudad de México fue parte de ello. Si bien, el pasado prehispánico fue oculto pero imborrable, y el colonial evidente; la ciudad de aquellos años fue reinventada en aras de una promesa llamada modernidad: surgen mercados públicos, centros escolares, las primeras viviendas obreras. Si Nueva York ya pintaba como una de las ciudades más “modernas” del mundo, porqué no la ciudad de México. Digo que pintaba, para referirme también al efecto ocasionado por la floración del cerezo en primavera en aquella ciudad; especie que había sido introducida como una muestra de amistad entre el gobierno japonés y el norteamericano a principios del siglo XX. Comenzando la tercera década de ese mismo siglo, el entonces presidente de México, Pascual Ortiz Rubio, también le solicitó al gobierno japonés una donación de dicha especie. De haberse realizado tal cual, el resultado hubiera sido un rotundo y costoso fracaso. Sin embargo, y he aquí lo valioso de esta historia. El gobierno nipón encargó a Tatsugoro Matsumoto, un emigrante japonés residido en México, especializado en lo que ahora se conoce como “arquitectura de paisaje”, que determinara si esa especie era factible para el clima de esta ciudad. No fue así, pero aquella negativa, tenía implícito algo positivo. Tatsugoro llevaba algún tiempo tratando una planta originaria de Manaus, Brasil, llamada Jacaranda Mimosifolia. Su propuesta fue sustituir los cerezos por aquella especie. El desenlace de esta historia es evidente y se puede ver en cualquier rincón de esta ciudad, así como en otras al interior del país. 


Camino la ciudad y no dejo de sorprenderme. Estos suelos fueron propicios para la reproducción de esa especie al grado de que hoy se considera como nativa. Mientras continuo caminando, pienso en que si bien no crecí en esta ciudad, ahora ya me siento parte de ella. Me crie en el Estado de México, tan cerca y tan lejos. Recuerdo que cuando entré al bachillerato, fue mi primer contacto urbano; varias veces me equivoqué de “micro” y así fui perdiendo el miedo, un miedo que resulta natural cuando se vislumbra el verdadero tamaño de esta ciudad. En ese tiempo hice amigos que me enseñaron que la ciudad es un perro que ladra y no siempre muerde. Sin embargo, fue cuando entré a la universidad, que el mundo urbano me abrió sus puertas. Primero la huelga: los “boteos” en el metro por estaciones en donde jamás me había parado en la vida; y con ella llegó esa desdichada libertad, como la llamara José Revueltas en “Los días terrenales”.
La ciudad se convirtió en una amante que fui conociendo lentamente. Fue por amor que conocí Lindavista en las noches, para llegar casi de madrugada a casa en Tlalnepantla, y sentir que venía desde lejos. Por amor caminé La Lagunilla buscando películas, discos de blues y ropa usada. Conocí Santo Domingo, el hambre y las fondas oaxaqueñas. Enorme amor me llevó a Mixcoac, Alfonso XIII y Molino de Rosas. Me llevó de la mano por avenida Texcoco, pero también por las calles de la Roma, especialmente Tabasco. Lo reencontré en  la Condesa y el metro Patriotismo; pero también lo perdí dolorosamente en la Juárez. Le sonreí en la Narvarte, nos conocimos en la San Miguel Chapultepec y nos despedimos en San Francisco Culhuacán. Descansamos en Tepeyac Insurgentes y bailamos en Aragón. En fin, cada rincón de la ciudad lo he caminado tomado de su mano, de la ciudad. Me detengo un poco, respiro y pienso que cada recuerdo es una semilla mimosofolia que me fue plantada. Tierra fértil, clima y otras cosas- me digo. En mi corazón existe un bosque de jacarandas; por otra parte, quizá yo también forme parte de un bosque.





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